Por: Darío Sanhueza

Siempre se habla de las cosas buenas que tiene del presente por sobre el pasado. Vivir las cosas en el momento, disfrutarlas, atesorar esas sensaciones tan lindas como ser campeones, ganar un clásico, meter un lindo triunfo internacional con estadio lleno. Uno puede enumerar muchas porque el fútbol está lleno de aquellas sensaciones.

Pero el pasado tiene una gran virtud por sobre el presente: que brinda perspectiva, ayuda a aquilatar las cosas en su justa medida, y a la larga termina siendo tanto o más importante que el presente. Nosotros que somos colocolinos -y quienes sean de otros equipos tendrán otras vivencias- tenemos un presente con varias cosas buenas y otras no tanto, pero en nuestra historia hallamos a un montón de ídolos, la Libertadores, la Recopa en Japón, lindos campeonatos, estadios llenos, goles de último minuto, hermosas victorias de visita, y un etcétera eterno.

¿De qué va todo esto? Que un futbolista importantísimo en la historia contemporánea de Colo Colo dice adiós a nuestra camiseta. Pasa de ser presente a ser pasado, y por ende podemos empezar a ponderarlo con ese hermoso prisma que brinda el recuerdo de las sensaciones que nos brindó, con sus pelotazos profundos, liderazgo, capacidad de ponerse el equipo al hombro, apariciones claves en momentos donde más se necesitaba.

Jaime Valdés no tenía por qué jugar en Colo Colo. No nació en Pedrero, se fue muy joven desde Palestino, hizo casi quince años de carrera en Europa, siendo uno de los jugadores chilenos que más años se ha desempeñado en el viejo continente. Y en un mundo que está cada vez más mercantilizado, determinado por la inmediatez de la plata, el status e incluso de la calidad de vida, el Pájaro quiso venir al equipo por el cual siempre sintió algo distinto, ese sentimiento de hincha genuino que tenía que cumplirle a su corazón colocolino y no sólo vestir esta camiseta, sino que venirse en un momento donde aún le quedaban algunos -pensábamos varios- cartuchos de talento y categoría.

Pero grande y bendito fue el error de darnos cuenta que a Jaime Valdés no le quedaban algunos cartuchos, sino que venía con un arsenal entero, convertido en un líder con un carácter tímido fuera de la cancha pero capaz de agarrar cualquier bandera dentro de ella, y conducir al equipo a buscar la gloria que sentía que se merecía.

Esos 2014 y 2015 del Pájaro fueron formidables, sin dudas uno de los mejores jugadores de nuestro medio, determinante en el mano a mano -tanto en el mediocampo como cuando se cargaba por los costados, especialmente a la izquierda-, con una pierna hábil y otra pierna más hábil, fue absolutamente determinante junto a Esteban, a Julio Barroso y al enorme Justo Villar -otro gigante que está en nuestra linda historia-, nos dieran esa ansiada 30 tras años difíciles no sólo de sequía, sino que de auge de los muchachos de la vereda del frente que en ese tiempo incluso a veces nos ganaban.

Después quizás algo más discontinuo, tuvo un resurgir en un espectacular 2017, especialmente en el segundo semestre, donde fue derechamente el mejor jugador del torneo, coronado con ese penal en Concepción que rompió ese partido tensísimo con Huachipato que nos dio finalmente la fiesta penquista de la 32.

Pero quizás lo que más distinga al Pájaro en nuestro recuerdo es su enorme categoría en los clásicos. Ser uno de los jugadores que nunca perdió con la U habiendo jugado tantos partidos sin dudas lo pone en un pedestal, en que más encima tuvo la visión de sacar una línea de merchandising tocando la oreja de un rival absolutamente disminuido en los últimos años cuando nos ha enfrentado. En mucho de ello tiene que ver la categoría enorme del 20 del Cacique, incluso en su último clásico, donde su sola presencia cambió el trámite del encuentro en el entretiempo y le provocó tal tiritón de pera al arquero rival que nos regaló ese córner que terminó con ese inolvidable cabezazo del Almirante que nos permitió vivir a full la fiesta goleadora del Capitán 216.

Y con la Católica, enorme, su rival favorito. Cómo olvidar ese gol en el arco norte de San Carlos cuando entró veinte minutos luego de haber estado en cama con gripe, que nos daba un empate que no merecíamos. Bueno, perdimos al final, pero para qué acordarnos de eso, es fome e innecesario.

Tantas cosas que podríamos decir del Pájaro, su conexión con el hincha, su capacidad de deslizarse en la cancha con esos slaloms fenomenales ganando metros con la pelota en su poder, su capacidad de determinar cómo jugaba Colo Colo dependiendo de cómo jugaba él. Si hiciéramos una nómina ficticia con un plantel de 23 jugadores de Colo Colo de los últimos veinte años, ¿alguien podría no ponerlo, al menos dentro de esos 23?

El gol de Valdés a la U

Pero lo último que podemos decirle es gracias. Gracias por querernos desde siempre y por querer jugar aquí. Por lucir una categoría difícil de encontrar en nuestro medio. Por no arrugar. Por ser tan grande que meternos un sentimiento de pena de hincha en medio de un contexto donde todos estamos afectados por otras cosas y muchos hemos puesto a nuestra amada pelota en un segundo plano. Y en medio del dolor que nos provoca dejar de verlo con nuestra camiseta -y sin poder despedirse en cancha, quizás lo que más duela-, nos conforta que esa perspectiva que proporciona el tiempo va a permitir que el canto del Pájaro siga vivo, cada vez que veamos un pelotazo de cincuenta metros que caiga en los callos de un compañero, o a un diestro amagando y desbordando por izquierda, o un enganche corto y remate bajo pegado al palo. Gracias Jaime, eterno campeón.